Compiladora: Dorys Rueda

UN CREYENTE

GEORGE LORING FROST, INGLATERRA 1887

                                                                       CENTER

Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:

-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?

-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?

-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.

 

 SHON AP SHENKIN

Alan Lee y Brian Froud

 

Shon ap Shenkin, una hermosa mañana de verano, se sintió cautivado por una melodía mágica. Se sentó bajo un árbol a escucharla. Cuando se extinguieron los últimos acordes de aquella música, se levantó y se quedó sorprendido al ver que el árbol que le cubría, y que antes fuera verde y frondoso, se había secado. Al regresar a su hogar, observó que la casa estaba extraordinariamente cambiada, algo más vieja y cubierta de hiedra. En el umbral de la puerta, estaba de pie un extraño, un viejo que saludo a Shon y le preguntó qué deseaba. Shon, sorprendido, respondió que hacía unos minutos había dejado a su padre y madre en esa misma casa. El viejo le preguntó cómo se llamaba. «Shon ap Shenkin» le respondió el muchacho. Una palidez mortal cubrió el rostro del viejo, que contestó: «He oído hablar muchas veces a mi abuelo, tu padre, de tu desaparición» Al oír esto Shon ap Shenkin se deshizo en polvo sobre el umbral.

 

LA SIRENA

MARCIAL FERNÁNDEZ, MÉXICO, 1965

 

                                             

La vi y me quedé boquiabierto: sin duda era una sirena. Cabellos rojos, rostro de infanta, pechos frondosos y cola de pez. En ese momento sentí que mi sola presencia la aterró, pues se revolvía espantosamente como si quisiera escapar de algo: su torso desnudo y su monstruosa cola emergían y desaparecían a raz de la marea. Su canto, asimismo, se asemejaba más a un lamento que a una entonación melodiosa. La imagen duró apenas unos instantes.

Más tarde me enteré que en esa misma playa una mujer fue devorada por un tiburón.

 

 UN CUENTO DE AMOR

MARCIAL FERNÁNDEZ, MÉXICO, 1965

 Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él -es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió.

 

 ANDY WATSON, CONTADOR DE HISTORIAS

MARCIAL FERNÁNDEZ, MÉXICO, 1965

 Se castigaba con severidad a todo aquel que escribiera una mala historia.

Andy Watson supo de este ajusticiamiento: luego de publicar su primera novela, misma que era aburridísima, los soldados del emperador simplemente le cortaron las manos.

Los revisteros de moda reseñaron el hecho. Dijeron que Watson sería siempre ―de permitírsele seguir escribiendo― un pésimo escritor, y se olvidaron de su nombre.

Andy Watson, sin embargo, aprendió a escribir con los pies y publicó otro libro. La ley, en esta ocasión, de nueva cuenta fue implacable: le cortaron las piernas.

Watson ya no publicaría más obras. En cambio gustó de contar cuentos, invariablemente insulsos, en el ágora del pueblo. Todos los que por casualidad lo oían, temerosos de perder las orejas ―según el más reciente decreto―, le arrancaron la lengua.

 Hoy, lo único que hace es tomar el sol en una banca del parque, y quien lo mira, piensa inevitablemente en una buena historia…

 

PATERNIDAD RESPONSABLE

CARLOS ALFARO GUTIÉRREZ, ESPAÑA, 1947

                                         

 

Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo tus ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte.

 

LA HERENCIA 

LEÓN TOLSTÓI, RUSIA: 1828-1910

Un hombre tenía dos hijos.

—Cuando muera, lo partiréis todo a medias —les dijo en una ocasión.

El padre se murió y los hijos comenzaron a discutir sobre la herencia.

Finalmente, le pidieron a un vecino que les aconsejara, y éste les preguntó:

— ¿Cómo dijo vuestro padre que dividierais la herencia?

Los hermanos contestaron:

—Nos recomendó que la partiéramos a medias.

—Entonces —dijo el vecino—, cortad en dos los trajes, romped la vajilla por la mitad, y partid en dos cada cabeza de ganado.

Los hermanos siguieron el consejo del vecino y se quedaron sin nada.

 

 LA HERENCIA EN PARTES IGUALES

LEÓN TOLSTÓI, RUSIA: 1828-1910

Un mercader tenía dos hijos. El mayor era el favorito del padre, que le quería dejar toda su fortuna. La madre, apenada por el hijo menor, pidió a su marido que no informara a sus hijos antes de tiempo del diferente trato que recibirían: quería compensar de algún modo al hijo menor. El mercader escuchó su ruego y no habló de su decisión.

Un día la madre estaba junto a la ventana y lloraba; un peregrino se acercó y le preguntó por qué lloraba.
Ella dijo:

-¿Cómo no voy a llorar? Mis hijos son iguales para mí, pero su padre quiere dejarle todo a uno y nada al otro. Le he pedido que no anuncie su decisión a los hijos hasta que se me ocurra algún modo de ayudar al menor. Pero no tengo dinero propio y no sé cómo mitigar mi dolor.
El peregrino dijo:

- Es fácil poner remedio a tu pena; comunica a tus hijos que el mayor se quedará con toda la fortuna y el menor con nada; y verá que un día no habrá diferencia entre ellos.

El hijo menor, cuando se enteró de que no tendría nada, se fue a tierras extrañas y se entregó al estudio de diversos oficios y ciencias; el mayor, por su parte, siguió viviendo con su padre y no aprendió nada, porque sabía que era rico.

Cuando el padre murió, el mayor no era capaz de hacer nada y disipó toda su fortuna, mientras que el menor, que había aprendido a vivir en tierras extrañas, se hizo rico.

 

TINIEBLAS 

ESTEBAN PADRÓS DE PALACIOS ESPAÑA, 1925-2005

 Vengo de muy lejos. ¿De dónde? Todo son tinieblas. Oscuridad aterradora. Si pudiera abrir los ojos. Razono que quiero ver. Tengo la voluntad de ver. Pero no puedo. Los párpados. ¡Oh, los párpados! Cómo pesan. No, no se mueven. ¿Estaré ciego? ¿Y dónde estoy? Puedo pensar. Estoy pensando. Y tengo frío y miedo. La muerte. ¿Es la muerte? Si no estoy muerto, ¿por qué no puedo ver nada? ¿Por qué no puedo moverme? Me invade el pánico. ¿Estaré paralítico? ¡Abríos de una vez, Dios mío, abríos! Y ahora ¿qué sucede?

-Lucas, Lucas…

Es una voz muy suave. Una voz solícita que viene de muy lejos. ¿Lucas soy yo? Sí, debo de ser yo.

-Lucas…

De nuevo la voz persuasiva, la voz serena. Esto quiere decir que oigo. Mis oídos captan sonidos. Hay algo exterior a mí. Mi mente se desvela. Los dedos. Puedo mover los dedos. No, no estoy paralítico. Estoy tocando una tela, una tela de textura conocida. Sí, una sábana. ¿Y por qué una sábana? Si pudiera ver… Una sábana, una cama. ¿Qué hago en una cama sin ver nada? ¿Estaré realmente ciego? ¡Oh, no, eso no!

-Se mueve…

La voz se dirige a otras personas. Parece contenta. Luego hay gente a mi alrededor. Un esfuerzo. Un esfuerzo para despegar los párpados. Ver la luz. Sobre todo ver la luz. No siento dolor. No hay duda de que estoy en una cama. Seguramente una cama de hospital. Pero, ¿por qué digo de hospital? No recuerdo nada. Sí, sí recuerdo. Vagamente. La imagen de un coche. Un gran chirrido. Un choque. Eso es. Estoy volviendo a la vida. Salgo de la anestesia. ¡Oh, Dios, los párpados parece que se mueven! Vislumbro formas borrosas, imprecisas.

-Por fin…

Unos dedos suaves se posan sobre mis ojos. Me cierran los párpados. Y es en este momento cuando al fin veo. Veo con claridad a mis abuelos, a mi padre, a Carlos, mi gran amigo, que murió tan joven…

-Lucas, hijo. Al fin has llegado. Ha sido un camino muy duro.

 

EN LA PELUQUERÍA

KJELL ASKILDSEN, NORUEGA: 1929

  

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.

Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.

De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?

Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!

Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.

 

 ANA LA PELOTA HUMANA

RAÚL PÉREZ TORRES, ECUADOR 1941

 

Cuando ninguno de nosotros se esperaba, Demetrio el de los puñales dijo que sí, que había que castigar a la enanita.

A Julio y a mí, que hacíamos los malabares en la bicicleta de una rueda, nos dió mucha pena, porque la enana se pasaba todo el tiempo en nuestro camerino lleno de esteras y papeles viejos, sacándole lustre a las botas, al eje de la bicicleta (que Julio solamente la llamaba cleta porque, en realidad, no tenía nada de bici) a los radios de la llantita, al freno del manubrio, al cabezote del centro, y daba un poco de gusto mirarla con ese cuerpo deforme, ese tronco de piedra irregular, esas piernas que parecían ramas de betibé, esos dedos atrofiados que nunca salieron del todo, ese caminar estilo títere, con un paso suelto y otro solemne, dándole a mis botas, a las de Julio con un trapo que le había regalado Marisol, la gorda más gorda del mundo, vieja de mala entraña que atendía el gallinero del circo y se comía veinte y cinco huevos diarios con cáscara y todo, por lo del calcio, según decía cuando podía hablar.

A la enanita la habíamos robado en el último viaje a Esmeraldas. Aunque no creo que lo más apropiado sea decir esto, porque se roba algo cuando ese algo hace falta a alguien, digo yo, pero ella no pertenecía a nadie, estaba sola y desgualingada en el mundo. La encontró Irma, la Serpiente Azul, merodeando cerca de la jaula de Marco Porcio en busca de desperdicios. Irma la trajo de una oreja donde Demetrio Recuerdo que en ese momento el estaba contando el dinero que había producido el día y todos a la expectativa esperando que esta vez, nos regalara una moneda mas para celebrar la entrada a la Costa.

"Qué es esto" había dicho Demetrio tomándola por un brazo y dándole vuelta una y otra vez. "Es una niña" contestó Irma "la encontré comiéndose los plátanos de Porcio", "Está bien, está bien" dijo Demetrio luego de examinarla, "se quedará con nosotros, Julián y El Chino se encargarán de enseñarle alguna cosa que nos sirva".

Las decisiones de Demetrio eran inapelables: mi espalda conocía bien sus cuchillos afilados, también las piernas de Belinda Dientes de Oro los conocía y también el rostro de Aparicio el negro domador de caballos tenía una cicatriz profunda que nos recordaba a cada instante la obediencia que se le debía, al fin y al cabo comíamos por él y si alguna vez salíamos a conocer los caminos del amor en los pueblos, era por Demetrio, por su generosidad. Sin él no éramos nadie. ¿Qué me haría yo, por ejemplo, si Demetrio me quitara la rueda, las botas, los pantalones de seda roja, la cachucha de terciopelo, ¿qué sería de Julián si Demetrio no autorizara que se escribiera su nombre en los cartelones que pintamos para poner en las esquinas más concurridas de los pueblos?, ¿qué sería de Belinda Dientes de Oro si Demetrio escondiera la soga con que se daba vueltas en el aire asida de sus dientes?, ¿qué sería de Aparicio si Demetrio vendiera los caballos o los matara para alimentar a la Gorda más Gorda del Mundo, que le escondía entre sus faldas cuando venían los municipales a cobrar los impuestos?, ¿qué sería de la pobre Conchita Espinal si a Demetrio le diera por ensartar sus cuchillos filudos en el vientre en lugar de hacerlo a escasos centímetros de su cuerpo en la prueba central que día tras día, noche tras noche, nos quitaba la respiración a todos y, especialmente, a Juancho "el Payaso" que también hacía de tragafuegos y que en Potosí, luego de una penosa enfermedad por efecto del querosene, pudo hablar un poco para decir: "Conchita vos, Conchita para mí vos" y que luego se le apagó nuevamente el habla como una tea más. Sí, Demetrio era todo para nosotros, no teníamos a nadie más en el mundo, igual que la enana, a quien le fabriqué un nombre antes de enseñarle a darse trampolines, a convertirse en nudo, a caminar con las manos, y le dije - luego de consultar con Julio- te llamarás: Ana La Pelota Humana y a ella se le pusieron los ojos como se me ponen a mí cuando estoy encima de la bicicleta o de Manuela la cocinera del circo, es decir, que le entró la felicidad y ya no se le salía sino cuando miraba a Demetrio desde lejos, que nunca lo miró de cerca porque no avanzaba. Entonces fue bueno el día de su debut, aunque la lona estaba resbalosa porque había llovido mucho en Sangolquí, un pueblo importante cerca de la capital, donde Demetrio tenía harta gente conocida y el éxito era casi seguro.

En la matiné contamos con poco público, creo que treinta o cuarenta personas, razón por la que Demetrio encargó la presentación al loco Esparza y se largó de muy mal talante a tomarse unos tragos "para templar el pulso", como decía, así que no pudo ver a Ana, la Pelota Humana que se desempeñó muy bien, más allá de cualquier buena esperanza, saltó, brincó, se anudó, se hizo un alfandoque y su magro cuerpecillo parecía en realidad una pelota de plastilina lista para tomar la forma que se imaginara. Julio, Manuela y yo espiábamos tras bastidores con mucha alegría y cuando la trompeta anunció el fin del número, nuestras almas descansaron como después de un combate. Ana se acercó corriendo y por unos momentos la levanté en vilo mirando como brillaba su rostro negro de sudor y aserrín, luego la deposité en el suelo como quien deja caer un florero y salí a emborrachar al respetable con mi bicicleta de una rueda.

Para la función de especial Demetrio no llegaba y Marisol lo mandó a buscar a la taberna del pueblo. No había quién hiciera sus números, porque Demetrio no solamente era Demetrio, El Lanzador de Cuchillos sino además era "La Saeta Voladora" y cuando estaba de humor el "Payaso Malaquitos", pero Demetrio mandó a decir con el recadero que se fueran todos a la puta madre y que si la lluvia no paraba no regresaría al circo y que la gorda Marisol tendría cinco huevos menos por tanto joder.

Antes de la función de la noche llegó Demetrio con unos cuantos del pueblo. "A prepararse todos" dijo "quiero que mis compadres vean la mejor función". Gritaba por todos lados afilando los cuchillos en una piedrita plana y brillante que recogió en el Río Blanco en Santo Domingo de Los Colorados. Fácilmente se notaban los estragos del alcohol en su rostro y Conchita Espinal se puso a prepararle café con raspadura pasado por media de seda. Demetrio temblaba, temblaba su corpachón, temblaban sus manos, el circo temblaba. - Te jodiste - dijo Julio acercándose a Conchita- en esta te clava - Conchita derramó el café y se puso a llorar.

Los amigos de Demetrio entraban con mucha algazara y las tablas mojadas estaban casi repletas. Demetrio ordenó que salieran los payasos para aligerar el ánimo de los espectadores y nos mandó poner nuestras mejores galas.

Yo mismo arreglé el vestido de Ana, "La Pelota Humana’’ con la ayuda de Manuela. La peinamos, lavamos su cara, la polveamos. Julio se opuso a que pintáramos sus labios, diciéndonos que era una niña y que a la gente no le gusta que las niñas se metan a señoritas, entonces la dejamos con sus labios medio amoratados y medio pálidos y acariciamos su huesuda jorobita dándole ánimos y diciéndole que debía tener cuidado porque el piso estaba mojado. Luego hicimos algunas bromas pero Ana, con tono de reproche, dijo, en su media lengua: "A yo no me moleste poque te yo a tapia". Estábamos en mi camerino. Yo empecé a maquillarme y Ana salió dando traspiés enfundada en unos mamelucos morados que se los había tejido Manuela. Julio me miró y me dijo que mejor me pusiera la boina verde porque él saldría con la roja; accedí y le pedí que me pusiera un poco de sombra en los ojos. Luego me calcé y ayudé a Julio a armar la cleta. Estábamos nerviosos, un aire buhonero, una noche como de fantasmas, como de telarañas espesas. Intempestivamente entró Ana, "La Pelota Humana" lloriqueando como un ratón herido, se agarró de mi malla y gritó: "Yo no quiero salí, el malo va a morir a Conchita".

Julio y yo nos miramos y en sus ojos rebotó mi miedo y se fue rodando para siempre, como desocupándonos. Casi sin proponernos, a un mismo tiempo agarramos la bicicleta, Julio se montó en mi espalda y fuimos directo al camerino de Demetrio. Allí encontramos a todos rodeando su puerta, inclusive Marco Porcio había roto los barrotes, y su cuerpo descomunal permanecía erguido y a la expectativa.

Conchita refregándose las manos nos contó que Demetrio había dispuesto castigar a la enanita por no salir a escena. Tenemos que entrar dijo Aparicio, pero Irma, "la Serpiente Azul" ya se arrastraba por una pequeña reja que había acomodado Demetrio para el respiro, y abrió la puerta. Demetrio estaba lavándose la cara. Nunca olvidaré su rostro cuando levantó la mirada y recibió el primer latigazo de Aparicio, el Domador de Caballos, sus ojos hirvieron por un momento pero al segundo mordisco de Belinda, Dientes de Oro empezó a maullar como gato en tejado, poco quedó de él cuando Marco Porcio asentó su mano en el pecho de Demetrio y menos aún cuando Conchita Espinal clavó la hoja brillante en la frente mojada de Demetrio, y peor todavía cuando la gorda Marisol estrelló un huevo en su rostro descolorido.

Pobre Demetrio. Descolgado de la vida como un trapo, ya no podría hincar su cuchillo en Ana la Pelota Humana. Ni en nadie


EL RAMO AZUL

OCTAVIO PAZ, MÉXICO: 1914-1998

                                             

 Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:

-¿Dónde va señor?

-A dar una vuelta. Hace mucho calor.

-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.

Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.

Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:

-No se mueva, señor, o se lo entierro.

Sin volver la cara pregunte:

-¿Qué quieres?

-Sus ojos, señor –contestó la voz suave, casi apenada.

-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.

-No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.

-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?

-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.

Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.

-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.

-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.

-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.

Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.

-Alúmbrese la cara.

Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.

-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.

-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.

Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.

-Arrodíllese.

Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.

-Ábralos bien –ordenó.

Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.

-Pues no son azules, señor. Dispense.

Y despareció.

Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.

Entré sin decir palabra.

Al día siguiente hui de aquel pueblo.

 

 NO OYES LADRAR A LOS PERROS

JUAN RULFO. MÉXICO: 1917-1986

        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

        —No se ve nada.

        —Ya debemos estar cerca.

        —Sí, pero no se oye nada.

        —Mira bien.

        —No se ve nada.

        —Pobre de ti, Ignacio.

        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

        —Sí, pero no veo rastro de nada.

        —Me estoy cansando.

        —Bájame.

        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

        — ¿Cómo te sientes?

        —Mal.

        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

        — ¿Te duele mucho?

        —Algo —contestaba él.

        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

        —No veo ya por dónde voy —decía él.

        Pero nadie le contestaba.

        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

        — ¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

        Y el otro se quedaba callado.

        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

        —Bájame, padre.

        — ¿Te sientes mal?

        —Sí

        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

        —Te llevaré a Tonaya.

        —Bájame.

        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

        —Quiero acostarme un rato.

        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

        —No veo nada.

        —Peor para ti, Ignacio.

        —Tengo sed.

        — ¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

        —Dame agua.

        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

        —Tengo mucha sed y mucho sueño.

        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

        — ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

        — ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

 

LA PUERTA CERRADA

EDMUNDO PAZ SOLDÁN: BOLIVIA, 1967

 

Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador. El cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la sobriedad encarnada.

Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.

Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella y la consolé diciéndole que no se preocupara, que estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.

María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar a unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.

Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.

Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.

 

EL OTRO YO

MARIO BENEDETTI: URUGUAY, 1920-2009

 

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

 

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

 

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”.

 

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

 

REVOLUCIÓN

SLAWOMIR MROZEK, POLONIA 1930

 

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.

Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.

Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.

La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.

Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.

Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.

Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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