Por: Carmen Gloria Godoy R.
Magister en Estudios de Género y Cultura
Doctoranda en Estudios Latinoamericanos
Universidad de Chile
 

Resumen
En el marco de la crítica de la cultura y a partir de la relación existente entre literatura y e imaginario, en este trabajo se realiza una lectura de la novela La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende. La novela de Allende nos permite ingresar en el terreno del imaginario nacional y abordar las relaciones sociales, vinculando clase y género.
 Palabras clave
Isabel Allende, crítica de género
 
 

1. Introducción

En este trabajo presento un análisis en torno a las imágenes de Nación, Familia y Clases que se desprenden de una lectura crítica de La Casa de los Espíritus [1], primera novela de la escritora chilena Isabel Allende. Si bien en general, las novelas, cuentos y relatos de la autora han recibido bastantes críticas respecto a su calidad literaria -sobre todo en su país de origen- [2], especialmente por los tintes (a veces escenas completas) de “realismo mágico” que se filtraron en las páginas de sus primeros trabajos con mucha intensidad, Isabel Allende es leída por un público masivo. Y junto a otras autoras/es [3], se ha convertido en una suerte de referente de cierto tipo de literatura que tendería a ser calificada en función de su éxito editorial como bestseller (y con ello “pseudoliteratura”), poco compleja, o incluso “light”, pero cuya presencia e importancia es innegable.

Bajo esta aparente liviandad, se reconoce el impacto que La Casa de los Espíritus [4] produjo en la escena internacional, en la medida que sus páginas hicieron emerger una imagen de Chile contraria a aquella difundida por la dictadura militar durante sus primeros años de gobierno. Y además, por abrir el espacio editorial (en términos de mercado) a la narrativa escrita por mujeres, se ha convertido junto con la autora y el conjunto de sus producciones (tal vez una primera fase) en una suerte de referente ‘cultural’ (en el sentido más lato y ambiguo del término) [5], constituyendo un fenómeno digno también de ser estudiado [6], aunque en estas páginas sólo puedo hacer mención de este hecho, porque me centraré en la novela. Y en los elementos que considero más relevantes, al menos para un análisis de carácter exploratorio sobre el tema.

La historia que se narra es la de la familia Trueba-del Valle. Tres generaciones de un mismo linaje, cuyas experiencias se conectan con sucesos de carácter social y político. Vemos como se desarrolla la denominada “cuestión social”, la lucha de las mujeres por obtener derechos políticos, el movimiento obrero, la Reforma Agraria, la llegada al poder de un gobierno popular y su caída a raíz de un golpe de Estado. Todo ello complementado por la presencia de diversos personajes que van estableciendo una suerte de contrapunto, desde su papel de artistas, poetas, estudiosos de las ciencias ocultas, etc.

Variados personajes pueblan la novela. Entre las figuras masculinas, encontramos a Esteban Trueba, el patriarca, el único varón de una familia de la oligarquía, empobrecida por el despilfarro del padre alcohólico; se ve obligado a trabajar desde la adolescencia y consigue recuperar su fortuna explotando un yacimiento minero en el norte del país. Esa fortuna le permitirá recuperar también la antigua hacienda de la familia -las Tres Marías- donde se desarrolla gran parte de la historia. Esteban contrae matrimonio con Clara del Valle, la hermana de Rosa, su primera novia, y con ella tiene tres hijos: Blanca, la mayor, Jaime y Nicolás. A ellos se agregará después Alba, la hija de Blanca con Pedro Tercer García, el hijo del capataz de la hacienda.

La Casa de los Espíritus constituye un trabajo de considerables proporciones, no por su número de páginas precisamente, sino por la manera en que la autora aborda más de medio siglo de la historia Chile -si bien nunca se lo menciona directamente, las referencias a determinados hitos de nuestra historia colectiva son evidentes- articulándolo con lo que constituye el eje del relato, la historia los Trueba-del Valle. Una historia que de acuerdo a la autora, es la de “una típica familia latinoamericana de clase media acomodada”, y mediante la cual pretendía “hacer una especie de fresco donde estuvieran retratadas todas las clases sociales y la ciudad, el campo, la geografía, el clima, la historia, la parte mágica y la real de la vida de América Latina. Elevar el tono a un plano continental en que todo el hombre y la realidad americana pudieran plasmarse. Era un proyecto ambicioso y no sé si cumplí con él. “Pero también es una historia de amor, odio, sangre, violencia, ternura. También, un poco, una historia fatalista, son tan poderosas las fuerzas ajenas al hombre que se mueven en este continente. El final es un huracán en el que hasta los que lo provocaron caen envueltos” [7].

Literatura y nación

El arte y la literatura posibilitan la reproducción de un imaginario nacional. De acuerdo a Benedict Anderson, la novela fue una de las ‘formas de la imaginación’ -la otra es el periódico- que aparecieron en el inicio de la modernidad, y que a partir de una nueva estructuración del tiempo del relato, posibilitaron la representación de la nación en cuanto comunidad imaginada (Anderson, 1993:46-49). Como señala Bernardo Subercaseaux respecto a la experiencia colectiva de la nación (o escenificación del tiempo nacional), ésta “se manifiesta en una trama de representaciones, narraciones e imágenes, trama que tiene como eje semántico un conjunto de ideas-fuerza y una teatralización del tiempo histórico y de la memoria colectiva” (Subercaseaux, 2007:15). En la modernidad occidental la escenificación del tiempo histórico nacional tiene como uno de sus dispositivos simbólicos a las obras literarias. “El discurso de lo nacional circula por distintos soportes (…) La escenificación colectiva del tiempo en sus distintas constelaciones, puede ser concebida como una suerte de esqueleto del imaginario nacional, como una máquina de producción cultural que conlleva guiños compartidos, signos de pertenencia y de comunidad” (Idem: 16).

La Casa de los Espíritus nos permite ingresar en el terreno del imaginario nacional y abordar las relaciones sociales, vinculando clase y género, categorías culturales que al mismo tiempo van dotando de sentido a la nación que se configura en la obra, y posibilitan algo más importante aún: su reconocimiento [8]. En la medida que remite “indirecta o metafóricamente, al mundo real, lo que también es o tiene que ser cierto porque de otra manera el texto literario se aleja parcial o absolutamente del horizonte de nuestra comprensión, esto es, nos resulta paulatinamente ininteligible” (Rojo, 2006:203).

2. La hacienda como espacio simbólico: la violencia naturalizada
   
2.1. La cultura de la subordinación

Aun cuando parte importante de la novela se desarrolla en la ciudad, es la hacienda como espacio simbólico la que domina el texto. La “casa de los espíritus” es en propiedad, la casa que la familia posee en la ciudad, la casa en la que Clara Trueba recibe a quienes practican el espiritismo y otras artes esótericas, poetas y artistas, “aquel inmenso carromato lleno de alucinados”, pero también a los ‘desposeídos’. ¿Por qué entonces pareciera que todo empieza y termina en las Tres Marías, la hacienda que los Trueba poseen en el sur de ese país latinoamericano cualquiera en que Allende sitúa a sus personajes? Precisamente, porque los referentes de ese país se encuentran más en el campo que en la ciudad, en la tradición que en la modernidad, en la violencia que en la razón, y en la circularidad del mito. Como en otros lugares, lo que se nos ofrece aquí es una versión de la identidad latinoamericana que releva el mito de la violencia originaria ya no ejercida por el conquistador extranjero, sino que reproducida por el señor de la hacienda sobre su familia y sus inquilinos.

Mi lectura de la novela no reviste necesariamente mayor novedad, precisamente porque en ella encontramos elementos presentes en ciertas versiones de la identidad latinoamericana y nacional que relevan el mestizaje, el huacho [9], la religión católica y la hacienda como matriz cultural que define relaciones sociales de clase y de géneros. Es el caso de Pedro Morándé y Carlos Cousiño, que se inscriben en una versión tradicionalista que supone la existencia de una esencia que no ha sido lo suficientemente reconocida pero que puede ser recuperada (Larraín, 2001), y que se funda en un orden social conservador.

El sociólogo Pedro Morandé (1987), realiza una crítica de la modernidad ilustrada y el desarrollismo como horizonte intelectual aparentemente único para comprender la identidad cultural latinoamericana, en un intento por comprender las respuestas a la crisis de la república oligárquica de las primeras décadas del siglo XX, fundamentalmente por qué las propuestas modernizadoras no habrían conseguido generar una nueva síntesis cultural que incluyera a todos los grupos sociales. Morandé plantea que la existencia de una fuerte religiosidad popular en la región es expresión de la “síntesis cultural fundante de América Latina, producida en los siglos XVI y XVII”, sobre la base de dos culturas -hispana e indígena- que comparten el rito sacrificial. Síntesis que cubre todas las épocas y dimensiones de la vida social y cultural, generando una cultura particular con sus propias tradiciones, que la lógica modernizadora en una función de un principio de universalidad no admite, y transforma en una especificidad que no alcanza el carácter de identidad cultural.

Carlos Cousiño presenta otra variante de esta versión enfocándose en la identidad chilena. Una identidad en la que la hacienda aparece como la estructura básica de la sociedad chilena, desde fines del siglo XVI y hasta mediados del siglo XX, no sólo como forma de propiedad de la tierra, sino como institución que moldeó un “tipo humano”. La hacienda no corresponde al modo de producción capitalista, se distinguiría por su carácter doméstico que no contrapone a patrón y trabajador, ya que funda sus relaciones en la lealtad y la tradición. La cercanía con el patrón se traduce en un trabajo permanente, que demanda laboriosidad, disciplina y decencia, en un mundo que además se distingue por su sobriedad y modestia. Rasgos que también marcarán el carácter chileno.

Por otra parte, la hacienda “no permitió la gestación del tipo del trabajador libre norteamericano, amante de su independencia y libertad, sino que produjo más bien el tipo del inquilino, que se sentía cómodo en la situación de dependencia y protección que le ofrecía el señorío doméstico. El carácter del chileno no se encuentra, pues, marcado por aquellas grandes instituciones que históricamente han ido modelando el carácter de los pueblos europeos o de América del Norte” (Cousiño, 2004). “Chile fue pura hacienda”, dice el autor al compararlo con las otras naciones latinoamericanas que no colonizaron los territorios en toda su extensión. Pero ese mundo cerrado y autárquico generó también una fuerte desconfianza hacia lo exterior, que aparece como una amenaza. La confianza en el patrón se vuelve fundamental ante la posible peligrosidad de los afuerinos.

A propósito de la publicación de la novela Cuando éramos inmortales de Arturo Fontaine (1998) -novela que narra precisamente la caída del orden hacendal desde los ojos de un niño perteneciente a una familia de la oligarquía-, Cousiño comentaba que el proceso de expropiación iniciado con la Reforma Agraria “no sólo representó una transformación política y económica, sino fundamentalmente una alteración radical de la vida familiar, de una forma de religiosidad y de una sociabilidad que la institución de la hacienda venía modelando desde mucho antes, incluso, que la formación del Estado nacional (Cousiño, 1999:13). Las transformaciones que se aceleran a partir de la década de los sesenta, si bien significan el término del orden hacendal, no se traducen en Chile en liderazgos populistas que reemplazan al patrón, como en otros países, sino que el orden se mantiene en el plano doméstico, pero ahora sostenido por la mujer. La mujer prolonga el principio doméstico básicamente como madre. Es ella la que debe asumir la responsabilidad de criar a los hijos y de protegerlos en un ambiente social hostil y donde la figura paterna brilla por su ausencia (Cousiño, 2004).

Este principio de organización alcanza a los campesinos que migran a la ciudad y buscan una figura de autoridad que los proteja, pero caen a menudo “en la anomia y en la disipación (…) El migrante no es ni un bolchevique ni un sans coulotte, jamás recurre a la violencia política, la que queda siempre como vía exclusiva para los estudiantes provenientes de la burguesía o de la oligarquía. Por ende, ni la política, ni la sociedad, ni el mercado le ofrecen un nuevo principio de orden a este ser recién llegado a la ciudad en números impresionantes. Y es por ello que el orden vuelve a radicarse en el espacio doméstico. (…) La madre, como figura dominante, es protectora, celosa, desconfiada. Frente al marido o pareja, cuando lo tiene, se constituye en un principio de orden y disciplina. (…) Frente a los hijos, la madre se levanta como principio de protección. La madre da, acoge y exculpa, creando un hijo sobreprotegido con los rasgos propios de un machismo irresponsable” (Ibídem).

José Bengoa, por su parte, si bien plantea la importancia fundamental que adquiere la hacienda a partir de la colonia, como una de las instituciones de más larga duración del país, junto con la Iglesia, releva, al contrario de Cousiño, el poder y la violencia que produce. La hacienda, señala el autor, “constituyó un espacio privilegiado de reproducción cultural: allí se fusionaron las tradiciones indianas e hispánicas. La hacienda fue estableciendo un complejo sistema de dominio, subordinación y exclusión en el terreno social y sexual. No es por casualidad que la imagen de “familia” la recorriera por siglos y siglos” (Bengoa, 1996:85). Para Bengoa, la dominación social y sexual que surge del patronazgo, se encuentran estrechamente asociadas, son parte de un mismo proceso. “El patrón posee y es padre. Establece su señorío en el campo, manda con voz fuerte, usa la fusta con energía y sale de parrandas y amoríos, “el rajadiablo”. El poseer tiene, en el lenguaje cotidiano, la doble connotación de ser dueño como propietario y sexualmente poseedor. Esta última expresa, al nivel material y simbólico, el vasallaje, la subordinación de la persona inferior socialmente” (Idem: 86).

No obstante, Bengoa advierte que el período hacendal no debe ser leído como una suerte de ‘paraíso perdido’, en el que predominaba la exuberancia de la naturaleza y una irracionalidad sensual. Al contrario, una lectura como esa encubriría las relaciones de explotación y la cultura de subordinación que les daba su legitimidad. Y agrega un elemento que resulta sugerente para nuestra lectura de la novela de Allende, al referirse a los ‘huachos’, los hijos que nacen fuera del matrimonio como resultado del ‘intercambio sexual’ entre patrones y sirvientes. Son las mismas mujeres, según Bengoa, las que “les enseñaron a sus hijos a amar y a odiar. Amar al patrón y odiar al padre violador. De lo contrario, no sería explicable en Chile la cultura de las izquierdas, la ira atávica convertida en conciencia de clase, de la que participaron los campesinos transformados en mineros, salitreros, ferrocarrileros, obreros y proletarios. Al salirse del marco de legitimidad cultural de las haciendas, se potenció la ira. Se olvidaban de los dioses de los patrones, de sus amores, y brotaba fértil el recuerdo de los atropellos. El rencor también había nacido en las haciendas” (Idem: 88).

En otro lugar aparece el tema del huacho, como un elemento que se agrega al nudo argumental del relato sobre nuestro origen simbólico como sociedad. Es la lectura de la antropóloga Sonia Montecino en el ensayo Madres y Huachos, quien nos dice que: “La unión entre el español y la mujer india terminó muy pocas veces en la institución del matrimonio. Normalmente, la madre permanecía junto a su hijo, a su huacho, abandonada y buscando estrategias para su sustento. El padre español se transformó así en un ausente. La progenitora, presente y singular era quien entregaba una parte del origen: el padre era plural, podía ser éste o aquel español, un padre genérico” (Montecino, 1996:43). La ilegitimidad del huacho/a “originario/a” atravesaría la sociedad hasta el presente, convirtiéndose en un estigma del sujeto en la historia nacional especialmente de las capas medias de la sociedad- y que el código civil preservó bajo la categoría de “hijo natural” por lo menos hasta su modificación casi a fines del siglo XX [10].

La autora agrega que en el siglo XIX, aunque se impone discursivamente el modelo familiar cristiano-occidental, monógamo y patriarcal en las capas altas de la sociedad, las capas medias y populares continuaron reproduciendo un modelo de familia centrado en la madre y con la ausencia del padre. Pero aún así, a comienzos del siglo XX, en la clase dominante se mantenían uniones ilegítimas y el nacimiento de huachos. “La institución de la empleada doméstica en la ciudad, de la china (india) que sustituía a la madre en la crianza de los hijos- y la estructura hacendal en el campo, dan cuenta de la presencia de estas relaciones.

La china, la mestiza, la pobre, continuó siendo ese “obscuro objeto del deseo” de los hombres; era ella quien iniciaba a los hijos de la familia en la vida sexual; pero también era la suplantadora de la madre, en su calidad de “nana” (niñera) (…) En el mundo inquilino, la imagen del hacendado como el “perverso trascendental” (Morandé, 1980), es decir como el fundador del orden, lo hacía poseer el derecho de procrear huachos en la hijas, hermanas y mujeres de los campesinos adscritos a su tierra. Así, numerosos vástagos huérfanos poblaron el campo con una identidad confusa” (Montecino, 1996:52).

 2.2. La actualización del mito: el ritual de la violencia sexual

El análisis que Roberto Schwarz realiza sobre Memórias Póstumas de Brás Cubas del escritor brasileño Machado de Asís, nos ayuda a iluminar en parte la problemática que queremos desarrollar, cuando señala que es en la formalización estética y no el contenido de la novela donde se expresa el conflicto estructural de la sociedad brasileña del siglo XIX, al darle una forma literaria a un principio abstracto a partir del cual se organiza la realidad. Machado logra desarrollar una fórmula narrativa que consiste en la alternancia de perspectivas, y que corresponde al funcionamiento del país, de manera tal que el dispositivo literario capta y dramatiza la estructura social transformándola en regla de escritura (Schwarz, 1991:11).

En el caso de la novela de Allende, siguiendo muy superficialmente los planteamientos de Schwarz, lo que resulta interesante no es tanto lo representado -la hacienda, la familia patriarcal y las relaciones de inquilinaje [11]- , sino cómo es representado, especialmente porque la tensión que recorre la novela entera no es otra que el conflicto de clases, un conflicto producto de un orden social aparentemente inmutable - a pesar de las transformaciones históricas- y que comienza a desmoronarse paulatinamente, a medida que los trabajadores del campo y la ciudad van haciéndose conscientes de sus derechos. No obstante, el conflicto no parece tener resolución alguna sino es en el plano mítico, donde es transmutado en una suerte de destino fatal -y peligrosamente naturalizado- que recae sobre el cuerpo de las mujeres: la violación por los hombres de otra clase social, con los cuales mantienen vínculos de parentesco. Vínculos que son determinados por una voluntad masculina, y reproducidos a través del cuerpo de las mujeres.

“Su sentido práctico le indicó que tenía que buscarse una mujer y, una vez tomada la decisión, la ansiedad que lo consumía se calmó y su rabia pareció aquietarse. (…) La acometió con fiereza incrustándose en ella sin preámbulos, con una brutalidad inútil (…) Pancha García no se defendió, no se quejó, no cerró los ojos. Se quedó de espaldas, mirando el cielo con expresión despavorida, hasta que sintió que el hombre se desplomaba con un gemido a su lado. Antes que ella su madre, y antes que su madre su abuela, habían sufrido el mismo destino de perra. (La Casa de los Espíritus. Pp. 67-68)

“Sospecho que todo lo ocurrido no es fortuito, sino que corresponde a un destino dibujado antes de mi nacimiento y Esteban García es parte de ese dibujo. Es un trazo tosco y torcido, pero ninguna pincelada es inútil. El día en que mi abuelo volteó entre los matorrales del río a su abuela, Pancha García, agregó otro eslabón más a la cadena de hechos que debían cumplirse. Después el nieto de la mujer violada repite el gesto con la nieta del violador y dentro de cuarenta años, tal vez, mi nieto tumbe entre las matas del río a la suya y así, por los siglos venideros, en una historia inacabable de dolor, de sangre y de amor”. (La Casa de los Espíritus p.452)

Los párrafos citados corresponden a dos momentos distintos del relato. Más específicamente: al comienzo y el fin de la historia, si bien esto es relativo, porque el ‘gesto’ de la violación parece ser interminable. El primer párrafo corresponde a la voz de Esteban Trueba y el segundo a la de Alba, su nieta. Aquel viola a la ‘primera mujer’ producto de una ‘naturaleza fornida y sensual’ que lo desborda, mientras Alba se convierte en el instrumento de la venganza de Esteban García, el nieto de Pancha García, nieto a su vez de Esteban Trueba. El linaje de los huachos saldaría cuentas en el cuerpo de las mujeres de los ricos. Pero entonces, tanto las mujeres ‘condenadas al destino de perra’, como las otras, son sólo el objeto de un conflicto entre furiosos varones de una misma estirpe.

2.3. Estereotipos de clase y género: la reproducción de las diferencias

Alba y Pancha García parecen estar condenadas a someterse a este destino ‘inexorable’ de la venganza, y no ofrecer resistencia, cuando la primera dice:

“Quiero pensar que mi oficio es la vida y que mi misión no es prolongar el odio, sino sólo llenar estas páginas mientras espero el regreso de Miguel, mientras entierro a mi abuelo que ahora descansa a mi lado en este cuarto, mientras aguardo que lleguen tiempos mejores, gestando la criatura que tengo en el vientre, hija de tantas violaciones, o tal vez hija de Miguel pero sobre todo hija mía”. (La Casa de los Espíritus, p.453)

Pero Alba no estaba condenada al destino de perra, sino que ha ocupado ese lugar como víctima de una venganza. Una vez que se produce el golpe de Estado narrado en la novela, el personaje es apresado, torturado y violado por Esteban García, un oscuro coronel que encuentra el momento preciso para ejecutar el ritual de la violencia.

“Un día el coronel García se sorprendió acariciando a Alba como un enamorado y hablándole de su infancia en el campo, cuando la veía pasar a lo lejos, de la mano de su abuelo, con sus delantales almidonados y el halo verde de sus trenzas, mientras él, descalzo en el barro, se juraba que algún día le haría pagar cara su arrogancia y se vengaría de su maldito destino de bastardo (…) Ordenó que pusieran a Alba en la perrera y se dispuso, furioso, a olvidarla”. (La Casa de los Espíritus, p.433)

Alba llega a esa posición porque ha salvado la vida otros perseguidos políticos, porque se ha hecho parte de una lucha que no le corresponde, y sobre la cual el mismo personaje tiene dudas en un principio. Dudas que se resuelven a través del amor que siente por Miguel, el estudiante de Filosofía, que luego se convertirá en el jefe de la guerrilla que lucha en la clandestinidad.

“Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sistema había que oponer la violencia de la revolución. Alba, sin embargo, no tenía ningún interés en la política y sólo quería hablar de amor. Estaba harta de oír los discursos de su abuelo, de asistir a sus peleas con su tío Jaime, de vivir las campañas electorales. La única participación política de su vida había sido salir con otros escolares a tirar piedras a la Embajada de los Estados Unidos sin tener motivos muy claros para ello (…) Pero en la universidad la política era ineludible”. (La Casa de los Espíritus, p.336)

“Se avecinan tiempos muy malos, mi amor -explicó-. No puedo tenerte conmigo, porque cuando sea necesario entraré en la guerrilla.

-Iré contigo adonde sea -prometió ella.

-A eso no se va por amor, sino por convicción política y tú no la tienes -replicó Miguel-.No podemos darnos el lujo de aceptar aficionados.

A Alba aquello le pareció brutal y tuvieron que pasar algunos años para que pudiera comprenderlo en toda su magnitud”. (La Casa de los Espíritus, p.349)

Alba llega por una mezcla de amor y rebeldía a hacerse parte de la lucha del Pueblo, pero no por un convencimiento profundo de lo que está haciendo, y a pesar de todo logra sobrevivir al ‘espanto’. Pero hay otra mujer que tiene peor destino. Me refiero al personaje de Amanda. Ella aparece en la mitad del relato, emerge del mundo de las artes esotéricas, del mundo femenino de Clara, y al cual pertenece uno de sus hijos: Nicolás, quien seducirá a todas las mujeres de la hacienda, pero sin la violencia del padre, sino con la suavidad de la madre, “con artes de galantería que jamás se habían visto en la zona”.

Amanda, un poco mayor que él, “lo inició en la meditación yoga y en la acupuntura”; luego se inicia en la filosofía existencialista, se viste de negro y experimenta con drogas. Parece ser una mujer completamente independiente y autónoma que despierta el interés de los dos hermanos Trueba -Jaime y Nicolás- pero que esconde un secreto: la pobreza de su condición de clase media, de vida en pensión y a cargo de un hermano pequeño.

“Amanda le contó de su pasado, de su familia, de un padre alcohólico que era profesor en una provincia del Norte, de una madre agobiada y triste que trabajaba para mantener a seis hijos y de cómo ella, apenas pudo valerse por sí misma, se fue de la casa. Había llegado a la capital de quince años, a casa de una madrina bondadosa que la ayudó por un tiempo. Después, cuando su madre murió, fue a enterrarla y a buscar a Miguel, que era todavía una criatura en pañales. Desde entonces le había servido de madre. Del padre y del resto de sus hermanos no había vuelto a saber”. (La Casa de los Espíritus, p.249)

No busco, ingenuamente, el reflejo de la realidad en la historia de Amanda. Al contrario, lo que me llama poderosamente la atención es su carácter de puente entre las mujeres Trueba: las Pancha García y las Blancas y Albas. Esa mujer perteneciente a la “silenciosa clase media que se debatía entre la pobreza de cuello y corbata y el deseo de emular a la canalla dorada” (p. 249). Las mujeres Trueba son finalmente parte de un mismo linaje, así como los varones que las poseen como territorio en disputa; Amanda no. Ella adopta modas, ideas, muta permanentemente y por ello su destino es el más trágico.

“Para reconocer a Amanda, sin embargo, se necesitaba haberla amado mucho (…) Jaime la observó con tristeza, comprendiendo en ese instante el abandono, los años de miseria, los amores frustrados y el terrible camino que esa mujer había recorrido hasta llegar al punto de desesperanza donde se encontraba. La recordó como era en su juventud, cuando lo deslumbraba con el revoloteo de su pelo, la sonajera de sus abalorios, su risa de campana y su candor para abrazar ideas disparatadas y perseguir ilusiones. Se maldijo por haberla dejado ir y por todo ese tiempo perdido para ambos”. (La Casa de los Espíritus, p.355)

No se nos dice cuál fue exactamente el camino que recorrió Amanda, pero al parecer experimentó demasiado. A pesar de que se recobra de la adicción a las drogas, un renovado amor por Jaime -el hermano Trueba ‘correcto’- le entregará una felicidad ilusoria, y finalmente morirá en medio de las torturas a las que las someten los militares para que delate a su hermano. Cumpliendo su destino: dar la vida por Miguel, simulando ser su madre, simulando estar en el mundo. Simulando, como su clase.

Cabe señalar brevemente, que la figura de los hermanos Trueba, los varones, es bastante particular. Jaime y Nicolás son más bien hijos de la madre que del padre. Son educados en un colegio inglés, lejos de la hacienda, lejos de la religión católica, lejos de una serie de costumbres que reproducen el orden hacendal. Y efectivamente ambos pertenecen más al mundo de la ciudad que del campo, a las amistades y conocimientos de la madre. Y es en este contexto urbano donde se relacionan con Amanda, la otra mujer. Pero sus destinos también son trágicos, al menos el de Jaime, médico que cumple una suerte de apostolado en los sectores populares de la ciudad, cercano al Presidente, no comparte la idea de la violencia, pero es víctima de ella. Mientras, Nicolás desaparece de la historia expulsado por el padre, que no soporta su conducta.

De estos destinos ya marcados, la única figura femenina que consigue salir indemne, y al contrario, obtiene una cuota de poder real en el mundo, es Tránsito Soto: la prostituta emprendedora y comprensiva (un viejo estereotipo), que gracias a un préstamo que le hace Esteban Trueba, cuando trabajaba en el prostíbulo del pueblo cercano a las Tres Marías, pone un negocio propio y llega a hacerse famosa en el círculo de los poderosos. Tránsito, sobrevive a los cambios políticos y económicos, pero menos a los sociales, la ‘liberación femenina’ parece no convenirle:

“(…) porque por culpa de la libertad de las costumbres, el amor libre, la píldora y otras innovaciones, ya nadie necesitaba prostitutas, excepto los marineros y los viejos. Las niñas decentes se acuestan gratis, imagínese la competencia, dijo ella”. (La Casa de los Espíritus, p.437)

Tránsito maneja un conocimiento oculto a los ojos de las mujeres comunes y corrientes, las mujeres ‘decentes’, como supone el personaje de Esteban Trueba al saber que ha cumplido el favor que le pidió: liberar a Alba de los militares.

“Supongo que usó el conocimiento del lado más secreto de los hombres que están en el poder, para devolverme los cincuenta pesos que una vez le presté. Dos días después me llamó.

-Soy Tránsito Soto, patrón. Cumplí su encargo -dijo. (La Casa de los Espíritus, p.355)

Pero tal vez lo que permite a Tránsito Soto sobrevivir, es el reconocimiento de la autoridad. Tránsito ha migrado del campo a la ciudad, y se ha integrado a ella materialmente, pero se mantiene en los márgenes de lo que representa. A pesar del éxito económico obtenido, de la red de influencias que maneja, décadas después de su primer intercambio con Trueba, éste seguirá siendo su patrón, no se encuentran en un plano de igualdad. Al reconocerlo como tal, reconoce su propio lugar en el orden social, porque su poder emerge precisamente de aquello que se oculta: la sexualidad. Y en el imaginario tradicional de los géneros, la prostituta es la única que puede acceder al conocimiento de la sexualidad, o al menos admitir que abiertamente su sexualidad sin sublimarla. Tránsito Soto y Esteban Trueba han resuelto la dominación sexual, mediante el intercambio económico, han establecido una alianza, pero nunca podrán hacer otra cosa. Es lo uno o es lo otro.

3. La familia como metáfora de la nación. “Rescatar la memoria del pasado”

En la novela de Allende, las mujeres y hombres cobran sentido a partir del orden familiar, y desde allí sus figuras son proyectadas hacia el mundo exterior. La familia Trueba-del Valle es la que articula el orden, incluyendo y excluyendo; los únicos que se mantienen fuera, pero no logran constituir una familia son los hermanos Trueba (el lado masculino, el hermano de Clara y los hermanos, son libres pero solitarios) las mujeres se relacionan con los hombres del pueblo, con los otros hombres, en una suerte de mestizaje invertido.

No mencioné a Clara del Valle, la madre, porque ella de alguna manera está presente en toda la narración. Son sus diarios de vida -los ‘cuadernos de anotar la vida’- los que articulan el relato. Hacia el final sabemos que una de las voces que narran la historia de los Trueba es la de Alba, que ha rescatado la memoria de su familia a través de los diarios de su abuela. Y a través de ellos ha conseguido sobrevivir al ‘espanto’, de alguna forma ha recuperado su identidad, diremos nosotros. Hay otra voz, que corresponde a la de Esteban Trueba, quien de alguna manera al ir narrando la otra parte de la historia, va justificando sus acciones. Pero sospecho que ambas voces son expresión de una misma conciencia, que parece desdoblarse en una voz femenina y otra masculina, pero que hablan desde la misma clase. Las mujeres del campo sometidas a la violencia sexual del patrón, son ‘habladas’ por las otras mujeres, homologando sus experiencias pero eludiendo el significado de esa violencia desde su propia experiencia más allá de ocupar el lugar que antes tuvieron sus madres y abuelas. Son representadas como parte de lo mismo. Efectivamente lo son, al convertirse en madres de los hijos no reconocidos, se hacen parte de un mismo linaje, y es ahí donde además parece estar la fuente del conflicto.

Decía en un comienzo que pretendía analizar las imágenes de Familia, Nación y Clases, que se desprenden de la lectura de La Casa de los Espíritus. Me parece lo que opera es la metáfora de la familia como nación. La historia de Chile es la historia de los Trueba, la alianza matrimonial, los vínculos de parentesco existentes entre la oligarquía y la alta burguesía, entre los conservadores y los liberales, entre el laicismo y la religión, etc. Vínculos que hacen del castigo a los iguales, algo intolerable. La identidad cultural emerge de la homogeneización: somos todos iguales porque tenemos un origen y un destino común. El conflicto surge entonces entre los Trueba legítimos y los bastardos, los que son reconocidos como iguales y los no reconocidos, los excluidos. Por lo tanto, el quiebre que se produce al final de la historia es un quiebre entre parientes que han sido negados. El rencor y el resentimiento de personajes oscuros y planos como el de Esteban García, sólo encuentra en la coyuntura histórica la oportunidad de desatar la violencia como parte de su búsqueda de reconocimiento. Pero si la violencia ya está escrita en el libro de los Trueba, no deja de ser una metáfora inquietante sobre el destino de nuestra sociedad.-

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