Dorys Rueda
Septiembre, 1997
 

         

A los 20 años ingresé a trabajar como secretaria en el departamento de redacción de un diario de la ciudad de Quito.

El trabajo era alucinante, me encantaba  estar con  los periodistas, hablar con ellos, verlos escribir. Era una inspiración constante. Mi jefe, un periodista con mucha experiencia y muy exigente, era quien más me impactaba por su dedicación y responsabilidad. Era muy serio y nunca sonreía. Apenas llegué, me pidió que me encargara de escribir el horóscopo del día. Me entregó un libro ya desgastado, donde estaban las predicciones diarias de todos los signos zodiacales.  Me dijo que investigara y mejorara los pronósticos.

Revisé con cuidado cómo estaban escritos y le di la razón. Decidí, entonces, escribir mis propios vaticinios, dejando de lado el libro. Así fue cómo me inicié en el arte de la escritura. Se publicaba a diario el horóscopo con mi nombre, a medida que consultaba más la temática de los signos zodiacales.

Un día,  de recepción,  me pasaron una llamada. Alguien quería hablar con la encargada de la sección del horóscopo. Era una joven que me felicitaba por las acertadas predicciones  y me contaba cómo estas le habían motivado. Al punto que quería tener una entrevista personal y saber, además, si sabía leer las líneas de las manos, el cigarrillo, las cartas o el café. Me habló, asimismo, de sus amigas y del interés que estas tenían en conocerme. “Tendrá muchas clientas”, me dijo, con insistencia. Su trato era ceremonioso, pues pensaba que era una mujer de cierta edad. Yo no le desmentí. Impresionada y asustada, agradecí su llamada y le dije que no podía verla porque mi tiempo no me lo permitía, pues el horóscopo me llevaba extensas jornadas de trabajo.

Inmediatamente le conté a mi jefe lo que había ocurrido. Estaba totalmente aterrada, porque mi nombre salía junto a las predicciones y el público podía identificarme y ver que era joven. No quería que el horóscopo perdiera credibilidad. Él, muy serio, pero con una  sonrisa paternal, me dijo:” Encuentre un seudónimo y asunto concluido”.

Recordé, entonces, cómo tiempo atrás, en un colegio en Estados Unidos habían escrito mal mi nombre, habían cambiado una vocal por una consonante: Dorys con “y”, en lugar de Doris con “i”.   No se diga más, me dije a mí misma. Al siguiente día, apareció el horóscopo con el nombre de Dorys.

Le comenté este cambio al director, diciéndole que nadie iba a reconocerme como Dorys, que mi identidad estaba protegida.  Él, a punto de reír, me dijo que regresara a mi escritorio a seguir escribiendo. Así lo hice durante un año.

Me quedan los recuerdos gratos de ese medio de comunicación,  la gente que conocí, los grandes amigos, los periodistas que me inspiraron a escribir, como don Lincoln Larrea Benalcázar, y el nombre que adopté para todos mis escritos.

 

 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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