Ramiro Velasco

 

OTAVALO Y LA VIDA VIVIDA

Todavía los tratadistas no terminan de descifrar las incertidumbres que generan lo que se ha dado en llamar “nacer bajo un determinado cielo”. Todo lo que conlleva ese fenómeno de pertenecer a cierto sitio en esta enorme isla que deambula por el universo y a la que la llamamos Tierra.

Los millones de habitantes de esta gran isla, si no tenemos motivos para aborrecer ese sitio bajo el sol, solemos preponderar la suerte de pertenecer a esa determinada geografía, de la cual exaltamos sus virtudes y escondemos sus defectos, si los hay, nos pasamos enalteciendo lo hermoso del terruño, lo que nos ha regalado la madre naturaleza o lo que ha construido el hombre para mejorar su existencia.

Lo anterior constituye el motivo por el cual quiero describir algunos de los lugares icónicos de los otavaleños en los cuales se desarrolló nuestra existencia, especialmente nuestra niñez y nuestra juventud. Antes de que terminen por desaparecer aquellos sitios emblemáticos de nuestra existencia y digo desaparecer, porque se van destruyendo o se van olvidando o por último dejarán de existir por la falta de conocimiento y de interés de las nuevas generaciones que ya no juegan ni jugarán y tampoco les importa el valor histórico o por lo menos cotidiano del cual nosotros tuvimos la suerte de disfrutar y ahora a lo lejos (en el tiempo) los evocamos con nostalgia.

 

LOS SITIOS EMBLEMÁTICOS DE OTAVALO

EL PARQUE BOLÍVAR

Cuando, por decisión de algunos otavaleños residentes en la capital y a los que les asistía una alta calidad académica, se colocó en el centro del parque la imagen de Rumiñahui junto con la pileta, surgió en muchos coterráneos la reflexión de nuestro pasado histórico como una ciudad que por siglos había sido la conjugación de las dos etnias que hasta ahora convivimos en el mismo espacio-tiempo y que conllevó a que se nos declarara Capital de la Interculturalidad. No quiero referirme al conflicto generado por el nombre del parque y la efigie que allí reposa. Los argumentos de un lado y otro son muy valiosos y dignos de ser tomados en cuenta.

Quiero referirme al Parque Bolívar como el sitio de encuentro de los otavaleños que acudíamos, con cita o no, a enrolarnos en la otavaleñidad que se construía, se discutía y se analizaba en las bancas de madera y en los caminos de nuestro parque. No conocíamos la palabra ergonomía pero si sabíamos que esas bancas eran las más cómodas que se lograron construir. Pasábamos horas sentados en las mismas charlando, oyendo música en los radios portátiles e inclusive tomando algunos tragos.

Para las retretas que se llevaban a cabo los jueves de 8 a 9 de la noche y los domingos de 11 a 12 del día y de 8 a 9 de la noche, las jorgas, las familias o simplemente los amigos nos apoderábamos de las bancas, las piletas y los senderos para iniciar las largas tertulias que se encaminaban a cambiar el mundo y nuestras vidas. En las retretas se encontraban, saludaban, se amistaban las familias. Era tan bonito por lo menos saludar con los paisanos y saber que estábamos todavía vivos. Los abrazos y los apretones de mano eran llenos de sinceridad y elocuencia.

Cuando niños acudíamos a jugar en especial a las escondidas o a los perros y venados hasta cuando nos descubría el guarda parques que nos anunciaba con su enérgico pitido que los juegos en el parque estaban prohibidos porque destruíamos las plantas y los jardines. En esa época, reconocíamos la autoridad de aquella persona y creíamos que su función inclusive podía llevarnos a la cárcel. El mismo guarda parques también cumplía la función de sereno y recorría las calles de la entonces pequeña urbe pitando su silbato de hojalata, anunciando que la ciudad estaba cuidada por lo menos por aquel funcionario. En la época eran escasos los relojes despertadores por lo que si alguna persona tenía la necesidad de despertarse a la madrugada, acudía a solicitar ese servicio al guarda parques que llegaba, sin equivocarse, a la casa del solicitante para cumplir el compromiso de despertarlo. Solamente los cercanos al parque Bolívar y también los muy distantes, tenían la posibilidad de escuchar los tilines y talanes del reloj municipal que hacían que contemos interminablemente las horas, los cuartos y las medias que impajaritablemente el gran cucú de la ciudad señalaba y, ya muy por la mañana, las campanadas de la Iglesia de San Luis con sus sonidos convocando a las beatas a las primeras misas. Siempre fue parte de nuestras vidas los inolvidables sonidos pues ellos, en muchas ocasiones, fueron escuchados por algunos de nosotros a pesar de que fungíamos de estudiantes en la lejana capital. Las campanadas de uno y otro origen vivieron por muchos años dentro de nosotros y no es que a la distancia podíamos escuchar el reloj o las campanas de la iglesia matriz, sino que la evocación de la tierra nos hacía que en nuestro interior se reprodujeran los retintines de nuestro Otavalo.

Alrededor del parque estaba la vida. Las peluquerías, las boticas (así las conocíamos), la Vendimia, los lustrabotas, El señor Díaz y su carreta de helados, los chocolatineros que endulzaban las retretas y las jorgas de amigos que nos citábamos en el lugar más conocido de nuestra juventud.

 

Portada: https://www.pinterest.com/pin/352336370827652997/
 

Washington Ramiro Velasco Dávila

Licenciado en Ciencias de la Educación, especialidad “Físico Matemático” por la Universidad Central del Ecuador.

Profesor de la Universidad Católica Sede en Ibarra,  de la Universidad Técnica del Norte y  de la Universidad de Otavalo

Miembro de  C.E.C.I. (Centro de Ediciones Culturales de Imbabura,  Director Ejecutivo del Movimiento Cultural “La Hormiga”.

Publicaciones:  Los Avisos y otras Narraciones. (Cuentos), La Pisada (cuentos), · Otavaleñidades. (Ensayos) y El Chaquiñán (Novela)

 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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